Tras recibir una carta que le comunica que ha heredado una suma indeterminada de una pariente lejana, Daniel regresa a Stillwater, su ciudad natal, para descubrir que, allí, no muere nadie. Tampoco se envejece. Pero enseguida sabrá que no es oro todo lo que reluce y que resulta muy sencillo quebrantar las leyes que dicta el Juez, un hombre no demasiado clemente que es capaz de hacer que la inmortalidad se convierta en un auténtico infierno costumbrista.